Estoy convencido de que tengo una de las mejores profesiones del mundo. Pero también soy consciente de que lamentablemente los poderes que se nos brindan muchas veces se nos suben a la cabeza.
Digámoslo abiertamente: la capacidad que tenemos para crear, manipulando palabras, símbolos y grafismos extraños conformando conjuros modernos nos llena de orgullo. Y ese orgullo llega acompañado de una irrefrenable sensación de poder: ¡Yo soy el amo, y te ordeno, débil programa, a hacer las cosas que deseo!
Cada cierto tiempo alguna pieza de software se encarga de abofetearnos en el rostro y recordarnos que por más poderes que creamos tener, seguimos siendo humanos y nos equivocamos. Dejamos escapar errores y frecuentemente la complejidad de nuestros propios hechizos se escapa de nuestras manos.
No será la última vez que escriba al respecto, pero mientras tanto sólo te pido un favor: cada vez que creas que sos el maestro titiritero de tu código recordá todas las ocasiones en que no fue así. O aquellas en las que vos mismo te condenaste a pasar horas o incluso días arreglando tu propio desastre.
Creo que nada mejor que The Sorcerer’s Apprentice para ilustrar esta idea.